I II III |
Este cuento lo escribió mi admirado autor Ramón en 1909 cuando solo tenía diecisiete años. Es uno de los textos que aparecen en su primer libro Entrando en fuego.
Ha transcurrido más de un siglo y, lamentablemente, nada ha cambiado para ciertas personas.
Un insuperable legado.
Ha transcurrido más de un siglo y, lamentablemente, nada ha cambiado para ciertas personas.
Lo que dan los libros
Murió joven aún, a los cuarenta años, con un nombre afamado por el estudio y con una envidiable posición económica. Su horror a la ignorancia y a la pereza le hizo reñir con todos sus parientes. Pero estos acudieron enseguida a su morada en cuanto supieron su muerte, con los rostros muy compungidos, como si la desgracia les hubiera afectado, pero con la avaricia en el alma.
Lo revolvieron todo para encontrar el testamento que fue leído en voz alta, y con terrible avidez, por el más anciano. Grande fue el asombro y la indignación de la mayoría: ¡No dejaba en la herencia más que la biblioteca y… buenos consejos! ¡Podía haberse llevado las palabras y los libros a la tumba! ¡Para nada les hacía falta!
“No tengo herederos forzosos, pero sé”, decía, “que todos vosotros, mis ingratos parientes, vendréis el día de mi muerte, al olor de mis riquezas. Pues bien; es posible que no salgáis defraudados. Los libros me hicieron rico y famoso a mí, y los libros os pueden hacer también muy ricos; dan ciento por uno. Ya sabéis que tengo una biblioteca en que gasté muchos miles de pesetas: os la lego entera y por partes iguales, con solo una condición: que leáis, que estudiéis esos libros, por el mismo orden en que los he colocado y numerado, graduando su dificultad y complicación. Fernando, el único pariente que no ha reñido conmigo, vigilará el cumplimiento de esta condición y la cumplirá a su vez. Yo os aseguro que al final de estas lecturas y estudios, seréis tan ricos como yo”…
– No siga usted -interrumpieron casi todos-; ese hombre estaba loco; renunciamos a nuestra parte; quiere también volvernos locos a nosotros con tantas lecturas.
Fernando protestó indignado contra aquellas injurias al difunto… ¡Luego las lágrimas y los rostros compungidos eran una farsa y aquella chusma venía solo por dinero!...
Riéronse todos de sus sentimentalismos.
– Te vendo mi parte por mil pesetas –dijo uno calculando poco más o menos lo que daría un librero cualquiera.
– Y yo.
– Y yo.
– Acepto señores –dijo Fernando-; os compro a cada uno vuestra parte por esa cantidad. Y se salieron todos dejando solo al comprador, único que asistió al entierro del extravagante testador.
Pasaron unos cuantos años: Fernando, aunque nadie se lo podía exigir, cumplía la voluntad del muerto aficionándose cada vez más al estudio, y leyendo los libros por el orden admirable en que los colocó el difunto. Llegaba ya a la mitad de la última obra, que tenía ocho tomos, cuando al coger uno de estos vio que era un libro simulado y en realidad una caja, repleta de billetes del banco. Quedó estupefacto; allí había un tesoro; más de quinientas mil pesetas.
El hallazgo se divulgó enseguida; los parientes quisieron poner pleito a Fernando, pero el testamento les cerraba en absoluto las puertas. Sin embargo, Fernando, transformado por el estudio, despreciaba la avaricia. Llamó a todos y los socorrió espléndidamente, para ponerlos al abrigo de la miseria en el resto de su vida.
Y les dijo afectuosamente:
– Esto no lo hace el testamento; lo ha hecho el estudio, lo han hecho los libros.
Lo revolvieron todo para encontrar el testamento que fue leído en voz alta, y con terrible avidez, por el más anciano. Grande fue el asombro y la indignación de la mayoría: ¡No dejaba en la herencia más que la biblioteca y… buenos consejos! ¡Podía haberse llevado las palabras y los libros a la tumba! ¡Para nada les hacía falta!
“No tengo herederos forzosos, pero sé”, decía, “que todos vosotros, mis ingratos parientes, vendréis el día de mi muerte, al olor de mis riquezas. Pues bien; es posible que no salgáis defraudados. Los libros me hicieron rico y famoso a mí, y los libros os pueden hacer también muy ricos; dan ciento por uno. Ya sabéis que tengo una biblioteca en que gasté muchos miles de pesetas: os la lego entera y por partes iguales, con solo una condición: que leáis, que estudiéis esos libros, por el mismo orden en que los he colocado y numerado, graduando su dificultad y complicación. Fernando, el único pariente que no ha reñido conmigo, vigilará el cumplimiento de esta condición y la cumplirá a su vez. Yo os aseguro que al final de estas lecturas y estudios, seréis tan ricos como yo”…
– No siga usted -interrumpieron casi todos-; ese hombre estaba loco; renunciamos a nuestra parte; quiere también volvernos locos a nosotros con tantas lecturas.
Fernando protestó indignado contra aquellas injurias al difunto… ¡Luego las lágrimas y los rostros compungidos eran una farsa y aquella chusma venía solo por dinero!...
Riéronse todos de sus sentimentalismos.
– Te vendo mi parte por mil pesetas –dijo uno calculando poco más o menos lo que daría un librero cualquiera.
– Y yo.
– Y yo.
– Acepto señores –dijo Fernando-; os compro a cada uno vuestra parte por esa cantidad. Y se salieron todos dejando solo al comprador, único que asistió al entierro del extravagante testador.
Pasaron unos cuantos años: Fernando, aunque nadie se lo podía exigir, cumplía la voluntad del muerto aficionándose cada vez más al estudio, y leyendo los libros por el orden admirable en que los colocó el difunto. Llegaba ya a la mitad de la última obra, que tenía ocho tomos, cuando al coger uno de estos vio que era un libro simulado y en realidad una caja, repleta de billetes del banco. Quedó estupefacto; allí había un tesoro; más de quinientas mil pesetas.
El hallazgo se divulgó enseguida; los parientes quisieron poner pleito a Fernando, pero el testamento les cerraba en absoluto las puertas. Sin embargo, Fernando, transformado por el estudio, despreciaba la avaricia. Llamó a todos y los socorrió espléndidamente, para ponerlos al abrigo de la miseria en el resto de su vida.
Y les dijo afectuosamente:
– Esto no lo hace el testamento; lo ha hecho el estudio, lo han hecho los libros.
Un insuperable legado.
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